*Por: Sara Ward
¿Qué tienen en común Hildegarda de Bingen, Matilde de Magdeburgo, Beatriz de Nazaret, Hadewijch de Amberes, Margarita Porete, Juliana de Norwich, Margery Kempe, Catalina de Siena, Brígida de Suecia y Eduviges de Andechs? Que son mujeres místicas de la Edad Media, con un profundo amor a Dios, poseedoras de carismas diferentes, y que eran a la vez respetuosas y trasgresoras de lo que la sociedad y la Iglesia esperaba de ellas.
Las mujeres místicas de la Edad Media no responden a lo que tradicionalmente se piensa de la vida femenina religiosa medieval. No vivían fuera de la realidad, sino que eran plenamente conscientes de las dificultades sociales, económicas, políticas y religiosas de su época. Vivieron epidemias de peste, hambrunas, crisis sociales y eclesiales. Y no se restaron de ellas, sino que las asumieron y enfrentaron como mujeres amantes de Dios. A ello les ayudaba su espíritu inquieto y su gran sed de conocimiento.
Eran grandes lectoras y escritoras, y el anonimato no era una de sus características. No porque buscaran ser conocidas, sino porque no podían dejar de comunicar por escrito su experiencia de lo divino, fuera por voluntad propia o porque sus confesores las animaran a ello. Vivían profundamente la realidad de una relación personal con la Trinidad, y es desde esta relación que dan testimonio de su fe. Su lenguaje es el de una mujer enamorada. Conscientes de que se les impele a comunicar lo recibido, escriben en la lengua vernácula del lugar donde viven. Para que todos comprendan lo que escriben.
Eran, principalmente, mujeres de la nobleza o de familias burguesas acomodadas, solteras, viudas, o casadas, que elegían vivir como religiosas, ermitañas, reclusas, beguinas o terciarias, con un fuerte sentido de identidad femenina. Ellas elegían dedicarse a la oración, al trabajo y al estudio, y combinaban su labor intelectual y social con una profunda relación con Jesucristo. Su rol en la sociedad era potente, pues –además de atender a los pobres y a los enfermos- la sociedad recurría a ellas en busca de dirección moral, espiritual y hasta teológica.
Veamos un poco más estos modos de vida femenina, especialmente el de las reclusas:
Las beguinas vivían como religiosas siendo laicas, traducían las Sagradas Escrituras a las lenguas vernáculas, escribían sobre sus experiencias espirituales, y deseaban alcanzar una relación con Dios a través de la contemplación y el éxtasis. Las religiosas vivían en común bajo la regla de la orden a la que pertenecían, y tomaban los votos monásticos de castidad, pobreza y obediencia. Las terciarias podían permanecer seculares o tomar los votos de una orden y vivir en comunidad. Las reclusas optaban por vivir en un recinto cerrado y edificado junto a una iglesia o monasterio; muchas de ellas habían sido antes religiosas, beguinas o terciarias, pero otras provenían de una vida laica. Las reclusas estaban disponibles para quienes acudieran a ellas en busca de dirección espiritual, pues ofrecían disponibilidad, tiempo, y oración a quienes lo desearan.
Consideremos, por ejemplo, la vida de Juliana de Norwich, que nació en Inglaterra en 1342 (la fecha de su muerte es incierta). En la Inglaterra medieval, el catolicismo era la única religión existente. Había monjes y religiosas que se ocupaban de los pobres y los enfermos, y frailes franciscanos y dominicos que recorrían el territorio predicando. Y si bien la vida asceta y reclusa fue un fenómeno que se dio en toda Europa, en Inglaterra fue predominantemente femenino. Allí, entre los siglos XII y XV existieron 377 mujeres reclusas, mientras que sólo hubo 174 hombres.
Convertirse en reclusa no le fue fácil. Tuvo que obtener el permiso del obispo, ser examinada en su fe y creencias, y presentar testigos que dieran cuenta de su capacidad para llevar una vida solitaria. Gran parte de su día lo ocupaban las oraciones y devociones, pero también bordaba ornamentos litúrgicos o cosía ropa para los pobres. Se levantaba entre las 3 y las 5 de la mañana, rezaba y participaba de la Santa Misa. Vivía en una habitación que tenía un altar, un crucifijo, muebles básicos, y tres ventanas: una se abría hacia la iglesia, para participar de la Misa y recibir la Comunión, otra hacia una habitación donde le preparaban la comida y le entregaban los artículos que necesitara, y una tercera se abría hacia el exterior, a la vía pública, para conversar con quienes requerían de sus consejos. Su celda, o lugar de reclusión, tenía solo una puerta, que fue cerrada y sellada por el obispo al momento de ingresar a esta vida recluida.
Poco antes que naciera Juliana se produce el Cisma de Avignon en el Papado y se inicia la guerra de los Cien años entre Francia e Inglaterra. Durante su vida, diversas plagas de Peste Negra diezman la población de Inglaterra, lo que trajo consigo grandes crisis económicas y sociales, hubo desastres naturales, surgen movimientos religiosos considerados herejes, hay revueltas campesinas, se realiza la primera traducción de la Biblia desde el latín a una lengua vernácula, y se produce el Cisma de Occidente. Es decir, una vida para nada tranquila.
Juliana tuvo experiencias místicas, las que escribió dos veces: una vez sólo las relató, y la segunda vez, además, las explicó en profundidad. Siempre en inglés, su lengua materna, no en latín. Estas experiencias, o visiones, le muestran que ser persona es ser una criatura de Dios. En estas visiones habla de la Trinidad, del pecado, de la relación del alma individual con Dios, con el prójimo y consigo misma, de la oración, de la Virgen María, de la maternidad de Dios, y –sobre todo- del optimismo y alegría que provienen de la confianza en Dios, pues es el mismo Jesús quien le dijo: “todo estará bien; y tú verás por ti misma que todo tipo de cosas estarán bien”. Para ella la plenitud de la alegría es contemplar a Dios en todo, pues Jesús “siempre tiene para el alma un semblante alegre, y nos ama y anhela llevarnos a Su felicidad”, y todo lo que el Señor le reveló – y ella contó – fue para hacernos alegres y felices.
Tal como lo hicieron otras escritoras místicas del Medioevo, Juliana también compara el amor de Dios con el amor de una madre, y señala que “Dios se alegra de ser nuestro Padre, Dios se alegra de ser nuestra Madre”, y que en Jesús tenemos “a nuestra Madre, a nuestro Hermano y a nuestro Salvador”.
Juliana de Norwich, aún poco conocida en el mundo hispano parlante, es una figura de gran importancia para la Iglesia Católica y también es, junto con Hildegarda de Bingen, valorada, querida y venerada por la Iglesia Anglicana.
Están mujeres, que vivieron vidas tan diferentes a las nuestras, ¿son importantes ahora? ¿Por qué deberíamos conocerlas? Porque, en verdad, no son tan diferentes a las mujeres de este 2021. Ellas vivieron en un mundo tan convulsionado y lleno de cambios como el nuestro, y aun así permanecieron fieles a Dios.
En esta época en que se habla de diversidad, de igualdad, y de individualidad, ellas nos muestran que hay muchas formas de amar, que todos los carismas son valiosos, y que cada una de ellas era una persona distinta a las otras, únicas en su amor a Dios y en la forma en que Él las amaba. En una sociedad como la actual, en que se busca convencer al otro de que mi opinión es la más válida, ellas no buscaban convencer a nadie, porque reconocen la voz de Dios en todos. Su anhelo, como el de todas y todos, era seguir su vocación.
Desde la Edad Media, la mujer ha conquistado muchos espacios en la sociedad, y lo sigue haciendo, pero en cada época corre el riesgo de limitarse a ser, espiritualmente, lo que la sociedad espera de ellas. Juliana, Hildegarda, Matilde, Beatriz, Hadewijch, Margarita, Margery, Catalina, Brígida y Eduviges fueron, a la vez, respetuosas y trasgresoras de lo que la sociedad y la Iglesia esperaba de ellas. Se atrevieron a ser, no lo que ellas querían, sino lo que Dios quería de ellas, y por eso dejaron una huella que perdurará por toda la eternidad. Porque mantuvieron su propia identidad y su amor a Dios. En eso no transan.
Ellas nos conocen ahora desde el Cielo. ¡Cuánto ganaríamos si las conociéramos desde la tierra!
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