*Por: P. José Fernando Díaz SVD

A fines del año 2007 celebramos al primer beato mapuche,  Ceferino Namuncurá, joven indígena, amante de su nación mapuche, en lo que actualmente es el territorio argentino del Neuquén. Nieto del reconocido líder histórico y guerrero defensor de su pueblo, Calfucura, hijo de Manuel Namuncurá y de una de sus esposas, Rosario Burgos, que según las fuentes era cautiva de origen chileno.

Namuncurá había luchado por mantener la libertad en la que Calfucurá había mantenido a su pueblo, pero derrotado por el Ejército argentino, sobrevivían en la miseria, despojados de sus tierras. Los misioneros salesianos recorrían esas tierras bautizando y pacificando los conflictos. La opción por la civilización a través de la educación era la más clara apuesta de la Iglesia. Lo mismo acontecía en Chile con los capuchinos: sacar a los niños de las tribus y educarlos para que formaran una nueva generación civilizada. Bautismo y educación escolar pasaron a formar una operación que aseguraría el futuro de la integración.

Ceferino fue llevado a educarse fuera de su tribu. Su padre aceptó pero apostó siempre a su regreso. Pero el viaje de su educación continuó en la dirección opuesta. Ceferino siguió sus estudios en Buenos Aires y de allí fue llevado a Roma, a pesar de su delicado estado de salud. Padecía de una avanzada tuberculosis, como muchos indígenas de su tribu. Era claro que nunca sería sacerdote, ilusión en la que centraba su ideal de volver a servir a su pueblo. De hecho ni siquiera fue aceptado en el Seminario. Era hijo ilegítimo, ya que su padre luego de recibir el bautismo se casó por la Iglesia con una de sus esposas, que no era la madre de Ceferino.

Al ser convidado a Roma por el misionero Salesiano, recién elegido obispo, el P. Cagliero, Ceferino describía con las dos palabras “Sotana y Salud” los objetivos con los que esperaba regresar de ese viaje, pero para todos era claro que ni por salud ni por origen, tenía reales posibilidades de recibir la ansiada “sotana». En una de sus últimas cartas suplicaban para que apareciera su “acta de bautismo”. Su origen era incierto, su futuro más aún.

Fue grande su frustración cuando percibió la cercanía de la muerte y que no volvería a su tierra ni sería sacerdote. Falleció en Roma a los 18 años tras haber visitado la tumba de Don Bosco y de haber sido recibido por el Papa León X.

Los periódicos argentinos e italianos habían destacado este viaje resaltando su condición de “recuerdo” de la obra redentora salesiana y que monseñor Cagliero llevaba consigo tras haber convencido a su otrora salvaje padre. Se insistía que provenía de “…ese mundo  del indígena oscuro, ignorante, pobre y casi nómade” y luego explica:

“Este dato tan simple… pierde toda su simpleza y su vulgaridad cuando se piensa que es un hijo de Namuncurá, del cacique rey de las pampas, del indio altivo y audaz de otros tiempos, hoy anciano y labrador, el que va a estudiar a Europa y que el que lo lleva es el director espiritual, es el salesiano misionero que echó la semilla cristiana en aquellas almas vírgenes de toda luz”.

En su biografía se recuerda que el joven mapuche sintió profundamente el llamado a vivir el mensaje de Cristo y quiso ser sacerdote misionero, al modo de los que había conocido en su tierra de origen. De hecho, las virtudes personales que Ceferino manifestó en su vida, llevaron a los que lo conocieron a reconocer en él joven, no solo su identidad mapuche, sino también a una personalidad excepcional. Reconocieron en el niño Ceferino a una persona ejemplar en la vivencia de su fe, es decir, a un Santo. En la oración oficial se pide a Dios: “Que también nosotros podamos aprender de él su amor decidido a la familia y a la tierra”.

Pero la frase que se le atribuye y que en cierto modo lo define dice: “Quiero ser útil a mi gente”

En fuerte contraste con esa fiesta, a los pocos días de haber iniciado el año 2008, la muerte de un joven mapuche, Matías Catrileo Quezada tiñó de sangre una vez más la tierra de La Araucanía. Lamentablemente era el segundo joven indígena que moría violentamente en este proceso del así llamado “conflicto mapuche”. Ese joven participaba en una demanda de tierras para el pueblo mapuche, cuando fue alcanzado por una bala en su espalda. El redescubrimiento de su identidad mapuche lo había traído a estas tierras del sur y su deseo de justicia lo condujo al los conflictos. Había nacido en Santiago y aún adolescente, tras interrumpir su último año de estudios secundarios y vinculado a una tribu urbana (Punk), se apasiona con el estudio de la lengua mapuche. Era un camino que comenzaba a orientar su búsqueda de identidad. Luego de preparase metodicamente para entrar a la universidad decide trasladarse al sur para estudiar en una universidad en la ciudad de Temuco. Le confiesa a su abuela que “quiere ser útil a su gente”.

Ya en Temuco se vincula al movimiento mapuche. Más tarde deja los estudios y se vincula al proceso de las reivindicaciones por la tierra, tierra donde recibe un disparo y entrega su vida en una fatal mañana del 3 de enero del 2008.

¿Qué decir sobre estos dos jóvenes mapuche que entregan la vida en la búsqueda de “ser útiles a su gente”?

Lo que une a Ceferino y a Matías son rasgos claves de su identidad, ambos mapuches por sus padres y chilenos por sus madres, su juventud y el aprecio a su pueblo. Ambos, con sus diferencias de época y lugar, llamados por Dios a la vida como miembros del pueblo mapuche. Ambos llamados a la santidad como hijos de Dios, ambos miembros por el bautismo de la iglesia católica.

La santidad y la identidad son parámetros de las vidas de ambos jóvenes, que en medio de los conflictos de las épocas de cada uno, los llevaron a poner su vida en juego en la búsqueda de poder realizarse plenamente según sus ideales. Nos preguntamos hoy en día, que puede significar ese ideal cristiano, definido como “santidad”, frente a ese ideal cultural que se define como “identidad”. Estamos ciertos que no son contradictorios, porque el Dios de la Vida es uno solo.

Para muchos cristianos no-indigenas de nuestra Latinoamérica continúa siendo difícil comprender las razones por las que un pueblo se levanta reclamando los derechos de sus familias y de sus tierras ancestrales. La raíz de este conflicto se encuentra en el despojo histórico de sus tierras y la opresión a su cultura. El pueblo mapuche fue históricamente empujado por los gobiernos chileno y argentino, a la miseria, atropellando su dignidad y sus derechos seculares; a pesar de existir como pueblo antes de que naciéramos como repúblicas. Se trata de una historia desconocida o negada, que gravita con la fuerza de un trauma en la memoria de La Araucanía. Son el “tercero excluido” que continúa pesando justamente porque la situación de injusticia no ha cesado. La incómoda verdad es que La Araucanía está marcada por la desigualdad de oportunidades laborales, educativas, sanitarias y productivas. Esta desigualdad tiene sus raíces en la injusticia histórica con el pueblo mapuche, que junto al campesinado pobre y mestizo, ha soportado secularmente miseria y postergación de sus necesidades fundamentales.

 Lamentablemente nuestros países y en especial las regiones donde se ubican las tierras ancestrales del pueblo mapuches, han crecido en su economía a la par que en la desigualdad de oportunidades y en la injusticia social.

La justicia no se construye sin memoria. Si la memoria del resucitado no apaga el escandalo de la cruz, así tampoco la misión puede pretender apagar la memoria indígena, base de su identidad y resistencia. Así como Cristo resucitado nos muestra sus llagas, las heridas de este pueblo reclaman un sincero esfuerzo por construir una paz verdadera, es decir que sea fruto de la justicia (Is.32,17). El reconocimiento de los injusticiados no puede quedar en las declaraciones. Necesita ser llevado a la toma de decisiones concretas y que afectan la vida real de los más pobres y discriminados, pero también nuestras vidas permeadas muchas veces de la persistente indiferencia (alguien ya advirtió del peligro de la religión como opio).

Los cristianos entendemos este llamado a la santidad desde el horizonte del Reino de Dios, cuya justicia buscamos como tarea fundamental de nuestra fe. Santidad con identidad para el cristiano es el reclamo de la búsqueda de la justicia, desde la realidad histórica de cada pueblo, guiados por la Palabra y la vida de Jesús.

Renunciar a la venganza contra el opresor no se confunde con la indiferencia ante el sufrimiento injusto.  Santidad en un mundo violento no es nada nuevo para los cristianos. Nos remite a nuestros orígenes al pie de los crucificados de la historia.  Pero el vino nuevo de los jóvenes rompe los odres viejos de las iglesias porque está lleno de vitalidad, efervescencia que necesita nuevas expresiones. Nos urge volver a hablar de santidad a los jóvenes de hoy, pero en odres nuevos.

*Sobre el autor:

El P. José Fernando Díaz SVD es el coordinador provincial de la Dimensión Justicia, Paz e Integración de la Creación (JUPIC).  También fue el responsable de la Pastoral Mapuche  del sur.