La Iglesia conmemora hoy el día de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, templo con un valor simbólico trascendental para la Iglesia, ya que es considerado la Catedral del Papa y, además, uno de los recintos religiosos más antiguos de su tipo.
A propósito de esta efeméride, quiero recalcar el sentido espiritual que estos espacios sagrados representan, no solo para determinados grupos de personas que en este caso –y me identifico- profesan la fe cristiana católica, sino también por el solo hecho de estar enraizado a “algo del más allá”.
Lo hago porque hace unas semanas atrás en nuestro país fuimos testigos de la quema de dos templos emblemáticos en la capital del país; situación que generó varias reacciones según la convicción o pasión de los comentaristas.
Algunas de ellas planteaban las lógicas posturas de “es solo una construcción”, “es algo material”, “se reconstruye”, “nuestra fe trasciende lo material”, entre otras expresiones basadas, a mi juicio, en la racionabilidad. Y en parte es cierto, pues la propia Palabra de Dios, incluso algunas señales del mismo Jesucristo, nos sugieren la predominancia de adorar al Señor en “espíritu y en verdad”.
Sin embargo, hay otra visión que deseo exponer desde mi vivencia como mapuche y, asimismo, como cristiano, puesto que -aunque muchos digan lo contrario- he experimentado demasiadas coincidencias entre ambas espiritualidades. Una de ellas es la certeza de que en esto que denominamos “mundo” coexisten dos realidades: la visible e invisible.
En ese sentido, para los mapuche cada lugar o espacio en la tierra tiene valor y vida, no solo por lo material sino también por lo que hay “más allá” de aquello que se ve. Lo mismo sucede con ciertos espacios tanto naturales como otros que están destinados para ciertos fines (especialmente si están consagrados). Tal es el caso del nguillatue, lugar donde se realiza el nguillatun, una ceremonia religiosa donde existe una intensa conexión espiritual con el Creador de la realidad visible e invisible.
Así, la visión y el conocimiento mapuche considera la presencia de una fuerza espiritual (desde la perspectiva cristiana podría ser un ángel) que custodia cada creatura en la tierra, especialmente en los lugares definidos como sagrados. De ahí que el ser humano –estimado como uno más y no superior a otros elementos de la Creación- debe procurar una relación de respeto con las otras vidas y espacios evitando toda forma de vulneración.
De producirse una transgresión de un lugar, especialmente si ahí hay un fuerte componente espiritual, la persona tendrá consecuencias que pueden reflejarse en su cuerpo o espíritu, incluso en ambas dimensiones, lo cual no quiere decir que los mapuche (con consciencia de esta sabiduría ancestral) vivamos sometidos al miedo o condicionados por este ambiente. No, no se trata de eso. Se trata de sostener una relación de respeto y armonía con todas las obras palpables o visibles, pero por sobre todo con aquello que representa la dimensión trascedente, lo que está más allá de nuestra visión, ya que ahí se encuentra presente la fuerza que contiene la naturaleza, si se quiere: la vida.
El cristianismo no está alejado de lo expuesto anteriormente y por ende creo que los templos o una capilla, por más sencilla que sea, sí tienen un valor que supera lo palpable o material, no solo por su consagración sino porque nuestras propias almas le dan vida y sentido a esos lugares donde se unen con aquel que sopla sobre la historia, en definitiva, el Espíritu que está por sobre todos los demás espíritus: el Espíritu de Dios.
Por eso me duele cada vez que leo o escucho sobre un ataque a un rewe (punto de conexión espiritual para los mapuche) como también cuando me entero de una embestida contra algún templo. Eso es consecuencia de una profunda desconexión de algo que es intrínseco a nuestra propia vida: lo espiritual; o tal vez la carencia de una situación más sencilla: el respeto, la armonía y el afán de construir en común, a pesar de todas nuestras diferencias, una