*Por: P. Heriberto Becker SVD

A decir verdad, estoy un tanto en pie de guerra con el halloween. Por lo mismo, lo escribo con minúscula y Todos Los Santos con mayúscula. Probablemente exagero, pero me pregunto: ¿Qué tiene que ver este asunto advenedizo, de origen celta y precristiano (para no decir, pagano), inventado en culturas anglosajones, de aspecto tétrico, enmascarado y de ultratumba en torno a la fiesta de la luz, esperanza y vida?

Esto lo estuve conversando con el P. Roberto Díaz en la mesa del almuerzo el otro día. Mis oleadas en contra de este evento importado motivaron al Encargado de Comunicaciones a pedirme algunas palabras sobre la fiesta de Todos Los Santos.

No soy muy devoto de los Santos. Los respeto, acepto y leo sus vidas, pero en mi espiritualidad personal están más hacia la periferia. Tengo algunos favoritos, ya los mencionaré. No sé si esta actitud mía es un defecto o simplemente una opción sin mayor peso teológico. En mis oraciones voy directamente al «Jefe», al Padre o al Hijo o al Espíritu Santo. Muchos prefieren golpear primero la puerta de uno o más intermediarios y están en todo su derecho en su estilo de oración. En mi caso, parece que hay en el fondo una cierta aprehensión o temor a una especie de pietismo o devoción exagerada a los Santos, muy difundido en el tiempo de nuestro Fundador. Hoy hay otros temas en boga, que gritan por derroteros nuevos y actuales. Desde el mentado «giro antropológico» del siglo veinte está más en la mirada esta tierra, con la promesa del Reino de Dios, que el cielo de los Santos, promesa de vida beatífica.

Sí, los Santos y su recuerdo son un tesoro para la Iglesia y la humanidad; dan testimonio de que al final y después de tantas injusticias y discriminaciones, lo bueno, lo verdadero, lo bello se imponen y permanecen. Además, los Santos aportan una dimensión humana al universo de Dios. Ellos son de la tierra, de nuestra raza y ADN. En cierto sentido, humanizan el más allá, lo que no se puede afirmar de la existencia de los Ángeles. También, las legiones de Santos dan al proceso de salvación, de los momentos de felicidad y vida lograda una dirección, una culminación, una plenitud. La Gracia, es decir la presencia del Espíritu de Dios en nosotros, la amistad con Jesús reclama o apuntan a una eternidad, en la que ya viven muchos terrícolas.

No hay que olvidar, junto a los Santos canonizados, los Santos no oficiales, sin culto de altar, entre los cuales veo a mis padres y abuelos y los de ustedes. Mi abuela le «gana» a más que a uno de los teólogos. Al respecto, el Papa Francisco, en una de sus catequesis, enumera algunos ejemplos de santidad en la vida de todos los días. Es pertinente que la Iglesia canonice, digamos, a Santos destacados, hasta heroicos, porque son el reflejo de Dios, reconocible en la tierra, incentivos para seguir fieles a la fe en los tortuosos caminos de la vida e intercesores emparentados con nosotros, porque pertenecen a la familia humana. Pero no hay que ser heroico para ser Santo, ni de largos ayunos o de rostro pálido, ni andar todo el día con las manos dobladas. Acoger al que sufre y busca ayuda, dar al necesitado tiempo, amabilidad, respeto; cultivar un corazón que se compadece ante la miseria humana y busca caminos de esperanza; elaborar y vivir su proyecto de vida con Dios de por medio: trabajar por la paz y el perdón; vivir, cuidar y acrecentar su fe en Jesús, en fin, ser buena persona, «bueno como el pan», como dice la sabiduría popular. Son los Santos de a pie, muchas veces escondidos y callados, de fidelidad, compromiso y serenidad contagiante.

Hay Santos para todos los gustos, necesidades y estilos de vida. Es la ONU en el cielo; multiplicidad y variedad dándonos pautas de cómo ser fieles a Jesús en distintas situaciones y lugares. Todos hablan el mismo idioma celestial: el amor, que nunca termina, como dice san Pablo.

Nadie es o llega a ser Santo por ñeque propio. No es el resultado de ejercicios de músculos espirituales, ni de cantidad de obras, de rezos o peregrinaciones. San Pablo es clarísimo: «Por Gracia han sido salvados», es decir, gratuitamente, porque Dios es grande y nos ama con infinita misericordia. Con razón reza un Prefacio de la Santa Misa en honor de los Santos: «Al coronar sus méritos, coronas tu propia obra.» Ningún Santo podría enorgullecerse de sus obras ni mirarse en el espejo de sus méritos, al estilo del fariseo, que, junto al publicano, sube al templo para orar (Evangelio del domingo treinta del año litúrgico, Lc 18, 9-14). Con razón y fundamento teológico Lutero arremetía contra tendencias autojustificatorias de su tiempo. Lo que Dios espera de sus hijas e hijos es que, en actitud humilde, abran su vida al soplo de su Espíritu y cooperen con su Gracia, en pos de un «hombre nuevo», siempre necesitado de renovarse.

Más que una fiesta de y para los Santos, es una fiesta nuestra: La fiesta de nuestro futuro promisorio; la vida de contemplar el rostro de Dios.  Allá es nuestra patria definitiva. Es la fiesta de nuestra esperanza, de nuestro peregrinar direccionado. Y, si somos, como gustan decir poetas y filósofos contemporáneos, peregrinos errantes, este peregrinaje no termina simplemente bajo un montón de tierra.

Menciono esta perspectiva de eternidad, porque no faltan cristianos, que, con tanto amar la tierra, se olvidan del cielo. Lo leí en una encuesta. No es esto la creencia de la Biblia ni de la patrística ni de la historia de la teología y espiritualidad cristianas. Esta convicción de vida eterna atraviesa el devenir del cristianismo desde el tiempo de los primeros mártires, -quienes dieron su vida en la esperanza de una mejor vida, -hasta los fieles de hoy día, que hacen el bien al prójimo, perdonan al agresor, perseveran en su fe en Cristo, son solidarios con él que sufre y se adhieren a Jesús en un mundo secularizado. Son los que entregan la vida, en su última hora, con esperanza, serenidad y fe. Al respecto cuento lo que viví en Osorno, cuando era párroco del Carmen. Me llamaron a asistir y dar el Sacramento a una anciana, que estaba moribunda. Fui, subí al segundo piso y me encontré con su médico de cabecera. La enferma, Rosario en mano, repetía incesantemente «…y en la hora de nuestra muerte. Amén». Bajamos los dos, el médico y yo. En la calle aquel me dijo: «Padre, yo soy ateo. A Ud. lo llaman solamente los bautizados, a mí me llama cualquier persona enferma y en peligro de muerte. He visto de todo, agonías desesperadas y luchas estériles. En cambio, la muerte de un cristiano es «hermosa». Así me dijo y la frase me quedó en la memoria para siempre. Es esta la fe, la que hace a un cristiano sentirse incómodo y hasta oponerse al evento del halloween. Nos están oscureciendo nuestra fe de luz, la fiesta de Todos Los Santos.

Y ahora, para terminar, algunos de mis Santos favoritos, seguramente hay más. Cada lector puede reemplazar los míos por los suyos. Empiezo con San Pablo de Tarso. Siempre me han impresionado sus viajes misioneros, de los que nos cuenta en sus Cartas. Algunas frases tomadas de sus escritos me han acompañado a lo largo de mi vida, p.ej. «Por las Gracia de Dios soy lo que soy» o «cuando soy débil, entonces soy fuerte» o «olvido lo que pasó y me aboco a lo que viene», etc. Sigue, con el transcurso de los siglos, San Agustín. ¿Será afinidad por haber nacido los dos en la misma fecha? En todo caso, su testimonio personal y amor ardiente por Jesús me tocan. Llegamos al siglo XVI con Santa Teresa de Ávila, «mujer inquieta y andariega», como la tildaban. Del mismo siglo, más o menos, San Felipe Neri; esto no porque la parroquia vecina a la nuestra en Villa Alemana esté dedicada a San Felipe, sino por la originalidad del Santo, trovador de Dios, identificado con la gente pobre y sencilla. Un ejemplo: Una vez, vestido de cardenal, andaba por las calles de Roma anunciando el mensaje de Jesús. Agrego del siglo XIX a San Henry Newman, con su inquietud de conciliar fe y ciencia. De nuestro Fundador, San Arnoldo Janssen, hago hincapié de su dinamismo misionero, que me hizo realizar mi vida en su Congregación. De nuestros tiempos me impresiona el P. Alberto Hurtado, «fuego, que encendía otros fuegos», quién, como pocos, supo armonizar las dimensiones espiritual y solidaria, lo vertical y lo horizontal de la fe cristiana, Dios y el hombre.

¿Y quiénes son tus Santos favoritos?

*Sobre el autor:

El P. Heriberto Becker SVD es oriundo de Alemania. Ha trabajado en Chile por más de 40 años en pastoral parroquial, formación de futuros religiosos, colegios y universidades. Actualmente es vicario en la Parroquia San Nicolás de Bari de Villa Alemana en la Diócesis de Valparaíso.