*Por: P. José Fernando Díaz SVD
*La siguiente reflexión es publicada en la fiesta de San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, vidente de la Virgen de Guadalupe y perteneciente al pueblo originario chichimeca de México. El artículo es una presentación realizada por el P. José Fernando Díaz en el Coloquio Internacional “El desafío de las rearticulaciones teológico-espirituales en América Latina”, efecutado entre el 08 y 10 de noviembre en la Universidad Alberto Hurtado.
Esta presentación la realizo en medio de un largo proceso personal de integración de las experiencias con curanderos indígenas católicos. Proceso iniciado junto a familias de curanderos del pueblo mapuche. Junto a Curanderos del Centro Takiwasi, vinculados a la tradición Quichua Lama en la Amazonía alta de Perú. Y también con profundo respeto a doña Paulina de Yoxochitlan, 60 años curandera y 60 años catequista, de una comunidad mazateca en la sierra de México, que en paz descansa.
Desde mi experiencia personal es en la pastoral en comunidades indígenas donde existe la posibilidad real de experimentar un quiebre fundamental en la inercia del ya secular movimiento misionero caracterizado por la “extensión” de la institución eclesial versus la “comunicación” como opción por un diálogo intercultural. Me refiero al proceso en que la cercanía, amistad y respeto vivido en las familias y comunidades indígenas, conduce a preguntas y clarificaciones que manifiestan los severos límites y graves insuficiencias de la formación pastoral, litúrgica y teológica recibida. Es en dicha relación que se impone la pregunta por la credibilidad que le damos a la experiencia religiosa propia del pueblo indígena con el que se vive este compromiso misionero. Ese punto de quiebre es el que abre la posibilidad de nuevas articulaciones espirituales y luego pueden ser conducidas a reflexiones teológicas. Se trata en primer lugar de hacer la experiencia de escuchar y acoger la experiencia espiritual vivida en códigos culturales que en general han sido subordinados a la religión dominante que llevamos en nuestras mochilas. Como religión dominante en el continente, hemos naturalizado términos que desvalorizan, simplifican o descartan la experiencia religiosa espiritual de los otros diferentes.
En la medida que las familias y comunidades van confiando en la sinceridad y buena voluntad del misionero, van abriendo la puerta de su intimidad religiosa como vivencia espiritual constitutiva de su vida e identidad. Así también es en esa confianza que expresan sus dificultades con la institución eclesial y sus desconfianzas con los misioneros. Esa dificultad tomada en serio es la que abre a la comprensión de las raíces espirituales de las resistencias e incluso del rechazo a la iglesia y a la evangelización en sus comunidades. El mensaje cristiano codificado en una racionalidad dominante tiende a no ser entendido ni aceptado porque carece de sentido en su cosmovisión y experiencia de lo sagrado.
En primer lugar, para una comunidad indígena, en su tradición espiritual el vínculo con la naturaleza que lo rodea es inseparable de su religiosidad. Así mismo, la salud y la enfermedad corporal son parte esencial de su vivencia religiosa y de su vínculo cotidiano con el mundo espiritual. El sueño y las visiones son fundamentales para orientarse en la vida cotidiana y en las relaciones familiares y comunitarias. La invocación de los antepasados es una necesidad que se vive ritualmente ya que son ellos los que garantizan el orden social y cósmico. El mundo de las plantas, los animales, los bosques, los hitos naturales, las montañas, el mar, las fuentes de agua, los ríos, la luna y el sol y todas las criaturas visibles e invisibles, son parte inseparable de su vida espiritual y prácticas rituales. Se trata de un orden cósmico vinculante en lo personal, familiar y comunitario, inseparable de lo ético y de lo histórico. Hay un trabajo de reflexión e interpretación permanente, que moviliza a la familia y a la comunidad. Es por todo esto que no pocas actividades pastorales corren peligro de ser marginales o incluso irrelevantes si no consideran estas dimensiones.
Pero así mismo, hay una agencia propia de las familias y de las comunidades que buscan y reconocen en determinadas acciones pastorales y sacramentales, una incidencia real en su mundo espiritual. No son pocos los que piden determinados sacramentos y sacramentales. Desde una bendición de la casa o la siembra, hasta el bautismo de un niño o un funeral. El sacerdote es comprendido en su rol espiritual y en su capacidad de incidir en la realidad espiritual y religiosa aun considerando las diferencias culturales. No me parece aceptable referir todo a una simple actitud sincrética, como sí la comunidad y sus líderes religiosos carecieran de inteligencia espiritual y no tuviera sus propios procesos de contraste religioso y discernimiento teológico. La intensidad de la vida religiosa espiritual de una comunidad y en especial de sus líderes espirituales, tal como ellos mismos nos permiten conocer y compartir íntimamente, no caben en esos cajones obscuros con etiquetas de sincretismo religioso o de religiosidad popular. Hay otras vías de comprensión y validación espiritual que la racionalidad occidental parece todavía desconocer.
Todo lo anterior, presentado tan sintéticamente, es a mi juicio parte importante de los procesos de quiebre que desafían a una conversión pastoral de la Iglesia en América Latina, especialmente tras la recepción del Concilio Vaticano II. Desde la reunión de Xicotepec en 1970, pasando por Melgar, Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida; junto con los históricos Encuentros Ecuménicos de pastoral indígena, Talleres y Encuentros de Teología India, hay un “magisterio” eclesial que surge del sentido de la fe de los pueblos indígenas de este continente. Son décadas donde se han ido construyendo pequeños espacios de auténtico diálogo intercultural, profundamente espiritual y confiado en la acción del Espíritu Santo. Es tanto así que hoy es difícil aceptar una reflexión teológico pastoral que no considere un verdadero proceso de diálogo intercultural. La negación de otras lógicas pertenece a un modelo filosófico de corte racional instrumental que busca perpetuar la dominación colonial, tan destructiva y que sigue amenazando la vida de las comunidades indígenas y mestizas en nuestro continente. Hoy no puede haber una pastoral hacia ellos sin un reconocimiento profundo de las diferencias culturales y espirituales que sustente el diálogo como forma real de misión.
Estas rearticulaciones espirituales y teológicas en clave de conversión pastoral y diálogo intercultural, han abierto caminos importantes de praxis y reflexión en defensa de los proyectos de vida de las comunidades, inseparables de la tierra, el agua, los bosques y todo lo que conlleva una cosmovisión en que la creación física y espiritual es vivida como experiencia auténtica de Dios. Cabe recordar que hace quinientos años llegó la minería, empresas privadas buscando oro riquezas, pero también llegó la Iglesia. Llegó con toda la herencia cultural europea y con ella impuso su idea de educación doctrinal para configurar una organización social que vinculaba directamente la sumisión política con un nuevo orden claramente funcional al extractivismo. Esos procesos son un continuo que no fue interrumpido con los procesos de independencia ni de constitución de estados nacionales democráticos. Aún hoy empresas y diversas iglesias avanzan sobre los últimos bosques amazónicos y las cumbres andinas en pos del oro y de la conversión de población originaria. Pero así también hoy son no pocas las redes y articulaciones indígenas y no-indígenas, eclesiales y pastorales, comunitarias, políticas y no gubernamentales, que articulan formas de resistencia e incidencia política. Una de las claves que se trabajan consiste en fortalecer las espiritualidades indígenas que sostienen la defensa de los territorios y de las fuentes de vida comunitaria. Así mismo, llama la atención como muchos desencantados del cristianismo institucional encuentran en estos espacios legítimas vivencias que les permiten reencontrarse con las fuentes de su tradición religiosa. Al mismo tiempo cada vez se percibe como más insatisfactorias las orientaciones pastorales que no asumen el cuidado de la vida concreta y su vínculo inseparable de la naturaleza. Hoy es inaceptable que las iglesias cristianas no respeten las diferencias culturales por una pretensión equivocada de universalidad, y que no reconozcan las diversas espiritualidades como legitimas manifestaciones del Espíritu Santo.
Volviendo al reconocimiento de estas diferencias culturales y espirituales con el mundo de la vida de los pueblos indígenas, diferencias o alteridades que provocan los puntos de quiebre en la inercia misionera y pastoral de la Iglesia, se hace necesario anotar con mayor precisión los irreductibles que emergen en estos quiebres. Me remitiré solo a dos realidades inseparables y que todo misionero ha debido experimentar: la realidad de los espíritus de la naturaleza y la presencia fundamental de los curanderos, realidades que las ciencias coloniales designan como animismo y chamanismo.
En el centro de la imagen el P. José Fernando Díaz.
El primero nos remite a la comprensión de la creación. Todo misionero se confronta con la claridad de la inteligencia espiritual indígena de que la creación, la naturaleza, no es solo material, física, sino que es también espiritual, asumiendo que palabra “espíritu” requiere un intenso trabajo para evitar la confusión de las traducciones desde los diversos idiomas indígenas y sus reducciones al castellano. La palabra espíritu en castellano no coincide simplemente con todas las complejas distinciones propias de cada tradición indígena. No se puede olvidar que la palabra “indígena” ya es una invisibilización de una pluralidad. En el mundo mapuche se reconocen los “ngen” o dueños, cuidadores de las aguas, de los bosques, de las plantas medicinales, de los volcanes, de la luna, del mar, etc. a los cuales se les pide permiso ya sea para entrar en sus espacios, para recolectar sus frutos, usar sus remedios o cualquier forma de intervención en sus dominios. Es un conocimiento que se encuentra en la gran mayoría sino en todos los pueblos originarios, pero se desconoce o descalifica como “primitivo” sin más. El desencantamiento del mundo, propio de la ilustración, continúa operando incluso dentro de la Iglesia institucional, como un horizonte epistemológico que deja fuera toda la experiencia espiritual de los pueblos indígenas y que a través de la educación y catequesis ha sido útil a los intereses de la cultura dominante en nuestro continente. El mundo espiritual propio de la experiencia religiosa indígena, inicialmente demonizada, más tarde dejó de existir para la teología y para la práctica sacramental. Los espíritus buenos y los malos dejaron de formar parte de la vida religiosa occidental en la modernidad. Pero los espíritus de la naturaleza y los espíritus celestes son constitutivos de la cosmovisión indígena en general. En su experiencia de la realidad los espíritus de la naturaleza tienen una existencia real, que puede ser buena o mala según uno se relacione adecuadamente con ellos, forman parte del cotidiano de la salud y la enfermedad en una comunidad. Los espíritus malignos son demonios que enferman, que inducen al mal, que infestan los cuerpos y confunden la vida y son enfrentados ritualmente con ayuda de las plantas maestras y por medio de rituales y de los curanderos. En este punto los misioneros y agentes pastorales quedan silenciados. Los indígenas y en especial los curanderos ya saben que los misioneros no creen. Los católicos modernos vivimos en un mundo desencantado. El mundo indígena esta pleno de vida por medio de seres con una corporeidad etérea propia de su dimensión espiritual, capaces de interactuar con las personas humanas. Hay toda clase de espíritus, siendo algunos muy importantes para la vida de los pueblos. Es el caso de los espíritus de las plantas maestras, que son entidades fundamentales que curan y enseñan a los enfermos retomar los caminos correctos. Son ellas que guían y ayudan a los curanderos según su tradición espiritual. La posibilidad real de esta comunicación con esta creación espiritual está en nuestra propia corporeidad compleja, que al ser “iniciada” por así decirlo, recupera o abre la capacidad de ver e interactuar con estas entidades, en estados modificados de conciencia, ya sea por ayunos, purgas o plantas maestras, o como es el caso mapuche por medio de uso ritual del tambor sagrado. Todo esto siempre guiado y auxiliado por auténticos curanderos, que en muchos casos llegan a ser personas místicas que trasmiten y guían hacia verdaderas experiencias de Dios.
El segundo punto de quiebre al que me quiero referir son justamente estos curanderos o chamanes. Ellos son fundamentales en la vida de los pueblos indígenas. Han sido combatidos, perseguidos y satanizados por el cristianismo institucional durante siglos, incluso siendo muchos de ellos cristianos católicos. Chaman es una palabra traída de lejos para explicar a los que curan con plantas maestras, con tambores rituales, con cantos y danzas junto a otras tantas formas. Curar el cuerpo físico, energético, emocional, psíquico y ayudar a la sanación del cuerpo espiritual. Lo hacen invocando la ayuda de los espíritus de las plantas y animales de poder que han recibido en su elección como curanderos, escuchando las indicaciones de los antepasados en su visiones y sueños revelatorios. Los que son católicos invocan el auxilio de la Santísima Virgen, los apóstoles y los Santos, invocando la ayuda de los ángeles y arcángeles para el combate espiritual contra el mal, suplicando a Jesús que es el que cura, rogando a Dios nuestro Padre y Madre. Son realidades que encontramos a lo largo y ancho de nuestro continente y nos dejan en un punto de quiebre. La Iglesia católica oficialmente no sabe qué hacer con ellos y las comunidades pentecostales los combaten abiertamente como obra del demonio. En la reflexión y orientaciones pastorales se los ha remitido a la categoría de Religiosidad Popular. Pero en este siglo XXI constatamos que no solo no han desaparecido ante las presiones modernizadoras de la medicina y la educación oficial, sino que se han revitalizado significativamente en las últimas décadas, incluso avanzando en las esferas políticas de los movimientos indigenistas y ecologistas, pero tomando distancia de la Iglesia católica y de las otras iglesias. En Chile esto tiene mucha fuerza y múltiples evidencias especialmente para los que caminamos junto al pueblo mapuche. Curiosamente la palabra “chamán” y la experiencia chamánica ha cobrado interés para muchos de los desencantados del cristianismo.
Este punto de quiebre nos abre la posibilidad de revisar la comprensión del cuerpo en sus diversas dimensiones, de la comunidad física y espiritual, del ministerio sacerdotal en la iglesia, de la enfermedad y la curación, de las adicciones y del mal, de la brujería, de los espíritus buenos y de los demonios y de la creación que parecen ser mucho más compleja que la impuesta por la racionalidad dominante y que ha impregnado la teología y la pastoral de la Iglesia católica. Los curanderos nos ofrecen experiencias clínicas prácticas que integran la religión, la curación y la salvación, sin discurso, sin abundancia de explicaciones. Simplemente nos llevan a la experiencia en nuestro propio cuerpo físico, energético y espiritual, de la misericordia y la justicia de Dios en la vida concreta. Su lenguaje no es de la racionalización de las ideas. Es el de la experiencia vital y es expresado por medio de los gestos y símbolos, de rituales y oraciones, íntimamente vinculado a la naturaleza y a la vida cotidiana. Ellos intervienen en los estados de trance y te guían con los cantos y oraciones, sopladas de tabaco y perfumes, toma plantas, purgas y mareaciones o estados alterados de conciencia según sea su tradición. La comprensión se produce en el propio cuerpo físico y espiritual, manifestada con un alivio psíquico y bienestar físico y energético que no requiere explicaciones verbales. El paciente ve su propio cuerpo energético, sus infestaciones espirituales, sus equivocaciones o heridas de la infancia, sus traumas y opciones equivocadas. Uno podría pensar que eso funciona entre los miembros de una etnia, o mestizos con cercanía cultural o religiosa. No es así. Funciona con personas provenientes de diversas culturas y tradiciones religiosas, provenientes de otros países e incluso de lenguas muy diferentes. De hecho, hay curanderos que son católicos y de otras nacionalidades, franceses, belgas, españoles, iniciados en la tradición Quichua Lama o Shipibo del Perú, trabajando con curanderos indígenas en un centro de rehabilitación de toxicómanos y de investigación de medicinas tradicionales en la selva amazónica del Perú. Los pacientes son de diversos países, muchos de ellos europeos. Es un centro llamado Takiwasi (pueden encontrar toda la información en su página web), al que visito desde 2015 y en el que he sido introducido a la experiencia del trabajo con las plantas maestras. Es un centro católico, con reconocimiento del obispo del lugar y que, en conjunto con el apoyo de la autoridad eclesiástica, con la participación directa de los curanderos, terapeutas, psicólogos y médicos, también de sacerdotes católicos, van abriendo camino. Es interesante notar que los pacientes que encontraron en las adicciones un escape a los problemas de sus vidas, encuentran en los curanderos un apoyo fundamental para reencontrar la salud y la sanación, y no pocas veces el reencuentro con sus raíces religiosas y un florecimiento espiritual. Todo esto nos remite a la potencialidad espiritual de un continente en que los curanderos, tan negados o perseguidos, continúan estando vigentes en todas las religiones tradicionales de los pueblos indígenas. Son más de 500 pueblos indígenas solo en América Latina. Es extraño que la gran mayoría de las autoridades de la Iglesia los siga ignorando. Y la teología oficial los ignora también. Es dramático que el propio clero de origen indígena tenga que mayoritariamente seguir negando sus fuentes espirituales sin poderlas integrar en su ministerio y en su teología. El desafío de reconocer a los curanderos y a los espíritus de la creación, nos remite a recuperar la relación con nuestros cuerpos y con la creación, de los cuales no podemos vivir alienados sin enfermarnos.
*Sobre el autor:
El P. José Fernando Díaz Fernandez es sacerdote de la Congregación del Verbo Divino, doctor en Teología por la Universidad Católica de São Paulo, y miembro de Vivat International. Su acción pastoral ha estado enfocada en el acompañamiento a las luchas del pueblo mapuche en el sur de Chile. Fue párroco en la Parroquia Nuestra Señora del Pilar de Puerto Domínguez, la primera comunidad parroquial que la Congregación asumió en La Araucanía como parte de su opción por el pueblo mapuche.