Una meditación sobre el misterio del cuerpo glorificado y herido del Señor

Las Llagas Gloriosas de Jesús

Una catequista, con el corazón lleno de amor por el Señor, me preguntó un día:
“¿Por qué Jesús resucitado mostró sus llagas a los discípulos, si ya tenía un cuerpo glorioso? ¿No deberían haber desaparecido en la gloria?” En ese momento, respondí con sencillez: “Para que creyeran que era verdaderamente Él, el mismo Jesús crucificado y resucitado.” Pero aquella pregunta quedó latiendo en mi interior. Porque tras ella se esconde un misterio que solo se comprende desde el amor.

Jesús resucitó con un cuerpo glorificado, transfigurado en la luz del Padre. Y sin embargo… sus manos conservaban los agujeros de los clavos. Su costado seguía abierto. No escondió sus llagas. Las mostró. Las ofreció. Las convirtió en lenguaje.

Las llagas de Cristo no son huellas de derrota, sino marcas de amor eterno.

Nosotros tendemos a ocultar nuestras heridas, nuestros fracasos, nuestras grietas. Él, en cambio, las muestra como trofeos de su victoria. Porque en la lógica del Reino, el amor no se mide por la fuerza sino por la entrega. Y las cicatrices del Resucitado no hablan de corrupción, sino de compasión glorificada.

Decía Santo Tomás de Aquino que las llagas implican corrupción. Pero en Cristo, esas heridas han sido transfiguradas. Ya no supuran dolor, sino que irradian misericordia. Son puertas abiertas por donde se derrama la ternura de Dios sobre la humanidad herida.

El misterio de la fe no separa la cruz de la resurrección. La Pascua no borra el Calvario: lo ilumina. El Resucitado es el Crucificado glorioso. Y sus llagas eternas son el signo de que el sufrimiento, asumido en amor, tiene sentido, tiene fruto, tiene eternidad.

Cada llaga de Cristo es un evangelio silencioso. Un sacramento de ternura. Un canto a la fidelidad de Dios.

Por eso, cuando Tomás dudó, Jesús no le mostró argumentos, sino heridas. No le enseñó poder, sino amor vulnerado. Le dijo: “Mete tu dedo aquí, toca mi costado… no seas incrédulo, sino creyente”. Y Tomás cayó de rodillas: “¡Señor mío y Dios mío!”

Las cicatrices del Resucitado son un consuelo para nuestras propias heridas. En Él, lo roto no es negado, sino redimido. Lo quebrado no es ocultado, sino transfigurado.
En Él, nuestras propias fracturas pueden ser fuente de belleza.
En Él, nuestras cicatrices pueden cantar la historia de una salvación obrada desde dentro de nuestra carne herida.

¡Qué hermoso saber que el cielo no es ajeno al dolor! Que en el trono de Dios hay un Cordero que parece haber sido inmolado (Ap 5,6).

Nuestro dolor no ha sido olvidado. Nuestras lágrimas han sido recogidas. Nuestro sufrimiento ha sido abrazado por el mismo Dios. Y en Cristo, todo puede ser transformado. Las llagas de Jesús nos dicen: “No temas tus heridas. Yo las he santificado. Yo he hecho de lo roto, algo nuevo y eterno.”

San Agustín imaginaba que los mártires, en la gloria, llevarían las marcas de su entrega como signos de honor, como belleza celeste. Y quizás también nosotros, en nuestra pequeñez, descubramos un día que nuestras heridas, ofrecidas con fe, fueron la puerta por donde Dios entró. Jesús no vino solo a repararnos. Vino a transformarnos.
Vino a mostrarnos que incluso lo quebrado tiene valor. Que el dolor, unido a su cruz, florece en redención. Como el arte del kintsugi japonés, donde las fracturas se rellenan con oro, el Maestro celestial toma nuestras grietas y las llena con su gracia. Y lo roto se vuelve aún más precioso. El Papa Francisco, con voz de pastor, nos invita: “Toquemos las llagas de Cristo en los hermanos que sufren. Acerquémonos a sus heridas. Allí brota la misericordia.
Jesús intercede por nosotros mostrando al Padre sus llagas, diciendo: ‘Padre, este es el precio. Estas son las señales del amor por mis hermanos’. No olvidemos las llagas de Jesús” (Regina Cæli, 28 de abril de 2019).

Sí, las llagas de Cristo son las puertas del cielo. La tradición lo recuerda en la cruz de Jerusalén, símbolo de la Orden del Santo Sepulcro: cinco cruces que evocan las cinco heridas sagradas. Por ellas fuimos salvados. Y por ellas somos sostenidos.

Hoy, como Tomás, podemos acercarnos al Resucitado y tocar sus heridas con la fe. Podemos meter nuestras manos en sus llagas y descubrir allí no solo el dolor pasado, sino la gloria presente. No solo el recuerdo del sufrimiento, sino la eternidad del amor.

Porque en las llagas de Cristo caben todas las llagas del mundo.
Y desde ellas brota la vida nueva. Allí, el dolor se hace oración. La herida se hace fuente. Y la cruz se convierte en resurrección.

P. Yuventus Kota, SVD

(Superior Provincial)