Richard Pacheco y Jahaineth de los Ángeles Yaguare son un matrimonio procedente de Venezuela y actualmente están radicados en Santiago, Chile. Al igual que muchos de sus compatriotas y tantos otros migrantes, tuvieron que dejar sus tierras de origen para buscar un nuevo porvenir. Pero el arribo a este destino no fue sencillo: Richard debió sortear una serie de eventos que podrían haber frustrado los planes de una nueva vida, sin embargo, desde que salió de su patria se encomendó al Señor y se aferró a una promesa que no falló.
En el siguiente testimonio, compartido en el Día Mundial del Refugiado, el propio Richard relata los pormenores de su travesía e instalación en Chile y del respaldo recibido de parte de Dios, quien les abrió los caminos para iniciar un nuevo ciclo en sus vidas.
Mi esposa y yo somos de Los Teques, una pequeña ciudad muy cerca de Caracas, pero nuestros últimos años en Venezuela fueron en el sur, específicamente en la ciudad de Puerto Ordaz. Allí teníamos nuestra casa y realizábamos servicio en la parroquia Nuestra Señora de la Salud, ella como catequista y yo como ministro extraordinario de la Sagrada Comunión.
Recuerdo que fue a finales de marzo de 2018 que conocí el otoño, específicamente el sábado 24 en las vísperas del Domingo de Ramos, el día que llegué a Santiago. Había salido de Puerto Ordaz el lunes de esa misma semana, con sentimientos encontrados por dejar a mi esposa sola en el terminal, pero con la necesidad de salir a buscar un mejor porvenir, ya que ella sufre de Lupus y estaba muy cuesta arriba el poder encontrar y pagar sus medicinas en Venezuela. Mi papá tenía menos de un año que había partido al encuentro del Señor a la edad de 62 años, con un cáncer de estomago que sumado a la situación precaria del sistema de salud del país lo consumió rápidamente.
Del terminal de Puerto Ordaz partió el bus rumbo a Santa Elena, un pueblo fronterizo con Brasil que está a 12 horas de distancia, donde luego debía tomar un taxi hasta el puesto fronterizo. Allí comenzó la verdadera travesía, con tantos cuentos de miedo sobre personas que devolvían por cualquier excusa, yo solo me apoyaba con una frase que aprendí en el cursillo de cristiandad: “Cristo y yo mayoría aplastante”. Pasé la mayor parte del trayecto encomendándome al Señor, pidiendo que no me abandonara y por otro lado estaban las oraciones de mi esposa y de toda la comunidad de la parroquia que sabía de mi viaje.
Solo con el respaldo de Él
El paso fronterizo estaba lleno de personas caminando o en auto para pasar a Brasil, los “Federales” como le dicen a la policía en Brasil, acomodaban en filas a todos para interrogarnos, ese fue el primer filtro; hacían las preguntas correspondientes a cualquiera que entrara al país: a qué vienen, qué tiempo se quedaran, quién los recibirá. En todo momento sentí una paz que me albergaba y solo podía explicarlo pensando en que Él estaba junto a mí en cada instante. Luego de que sellaran mi pasaporte tomé un colectivo hasta Boa Vista, la ciudad más próxima al paso fronterizo.
En el camino había una alcabala, allí nos pedían abrir las maletas y preguntaron nuevamente los propósitos de nuestra visita, había filas de colectivos para ser requisados, y en algunos casos dejaban personas retenidas por cualquier motivo. Retomamos nuestro camino hasta el terminal de Boa Vista, y llegando fue muy impresionante y muy doloroso ver cientos de personas en carpas, apostados donde quiera, plazas, rotondas, parques, en los semáforos vendiendo o pidiendo. Había de todo tipo de personas, hombres, mujeres, niños y ancianos, en algunos casos llegaba gente corriendo a unos camiones de la municipalidad que les suministraban alimentos ya preparados.
De Boa Vista tomé un bus a Manaos, allí me estaban esperando unos amigos donde pasaría la noche para luego tomar un vuelo con escala en Sao Paulo y luego ir a Santiago. Durante la mayor parte del viaje estuve en constante comunicación con mi esposa, pero al quedarme esa noche en el aeropuerto ya no tenía batería y mi cargador no podía conectarlo en el aeropuerto, así que como pude le pedí un favor a un señor brasilero y muy amablemente me prestó un cargador que luego terminó regalándome.
Ya habían pasado cinco días desde que había salido y dejado a mi esposa, y venia la última prueba de fuego: al llegar al aeropuerto podía existir la posibilidad de que me devolvieran porque solo tenía en mi bolsillo en dólares el equivalente a 10.000 pesos chilenos, así que solo me relaje y volví a pedirle a Dios que me ayudara en esta oportunidad para que los agentes de aduana no se fijaran en mi. Esos minutos en la fila fueron eternos, ya que pasaban de uno en uno a las diferentes taquillas para el sello de entrada, mientras otros agentes se encargaban de buscar personas al azar, pero nunca me vieron o por lo menos así lo quiero creer.
Un nuevo comienzo
Una vez que vi el rostro de mi cuñado, hermano de mi esposa me entró el alma al cuerpo y pensé que lo había logrado, ahora solo quedaba poner manos a la obra, debía enfocarme en encontrar un empleo y buscar la manera de traer a mi esposa lo más pronto posible. Ese mismo día conocí a las personas con las que me quedaría mientras conseguía un empleo y un lugar donde vivir. Los primeros tres días mi cuñado José Manuel me mostro cómo moverme en la ciudad, me dio una BIP y un chip para el teléfono. La primera iglesia que visité fue los Sacramentinos, ya que el departamento donde me quede estaba muy cerca de allí. Fue muy agradable ya que la mayoría de los feligreses eran migrantes venezolanos y en su gran mayoría cursillistas.
En las reuniones de equipo de cursillo se acostumbra a dar testimonio de nuestro encuentro cercano con Cristo de esa semana, creo que si me hubiese tocado hacerlo no me alcanzarían las dos horas que se toma para la reunión. Vi la cara de Cristo en cada minuto de mi viaje con tantas personas que me topé, así como con todas las bendiciones que me llegaron. Pero no acabó allí en esa primera semana de viaje: el Martes Santo me reuní con una amiga chilena que había regresado dos años antes a Chile, ella me saludó y me pregunto cómo estaba mi esposa ya que la conocía. También me preguntó qué tenía pensado hacer, y le dije que estaba buscando trabajo, que apenas estaba llegando. En ese momento me dice que, si quería, podía ir a una entrevista a la empresa de su hermano, que él estaba buscando a alguien y que me esperaría el Jueves Santo para una entrevista.
Ese jueves fui a la entrevista y gracias a Dios encajé en el perfil de lo que buscaba, de allí en adelante solo recibía bendición tras bendición, en ese empleo podía cobrar en efectivo y de manera semanal un anticipo de sueldo. Introduje mis papeles para regularizarme, pude mudarme a una habitación, enviaba dinero y medicinas a Venezuela, y me ayudó a reunir el dinero necesario para que pudiera traer a mi esposa a Chile. Así que en un mes me mudé y comencé a asistir a la parroquia más cercana a mi nuevo domicilio: Santo Domingo de Guzmán.
Al poco tiempo de llegar a Santo Domingo retomé mi servicio como ministro extraordinario de la Sagrada Comunión, tanto el párroco como la feligresía me recibieron como uno más de ellos y me hicieron sentir como parte de la familia, luego hicieron lo mismo con mi esposa a quien pude traer a los seis meses que llegué. Actualmente me desempeño como secretario parroquial y continúo sirviendo como ministro extraordinario, mi esposa ahora es catequista de Santo Domingo y de San Bruno. Ella es integrante de la Pastoral Social de Santo Domingo y ambos colaboramos como monitores en los encuentros de Lectio Divina y apoyamos a la Pastoral de Comunicaciones.
Quiero dar gracias a Dios, ya que sin Él este comenzar de cero no hubiera sido posible, no es nada fácil dejar todo atrás y comenzar de nuevo, adaptarse a otra cultura, otro clima, a maneras distintas de nombrar las cosas, alimentos y todo lo que implica estar fuera de tu tierra. También agradezco a todos y cada uno de los que se cruzaron en nuestro camino y nos apoyaron y aun lo hacen, los que con sus oraciones siempre estuvieron con nosotros. Puedo decir que soy forastero y me están alojando física y espiritualmente.