Por:  Leonardo Saavedra

La contingencia sería el paradigma, nada es necesario, ni nadie. Todo es devenir y todo sería fruto del constante desarrollo y progreso. El hombre es su propio creador y el mundo su dominio. De algún modo el Sábado Santo es el escenario perfecto del hombre moderno.

Ese hombre exitoso y exitista, sofisticado e influyente que todas y todos buscamos ser, pero que cierra la puerta de su cuarto y desconfía incluso de quien tiene acostado al lado. Las impotencias del hombre ya no confluyen en una especie de super héroe al que llamamos Dios, sino que se comprenden como desafíos del progreso. Eso, desafío…

Una falta de confianza… Y es que sin Dios no sólo la vida y las relaciones entran en crisis debido a la falta de alguien necesario que sostenga las partes en el todo, sino la realidad misma. Todo es desafío: Los hijos, la pareja, el trabajo, la vida misma…

Vivir el Sábado Santo es vivir desafío tras desafío, pues, finalmente, la causa de nuestra esperanza y fe en los demás y en la realidad yace dentro de un sepulcro: ¡está muerto!

 Cuántos vivimos un Sábado Santo prolongado, cuántos caminamos la vida entera bajo los parámetros de la desconfianza, la duda y el escepticismo. Cuántos cuestionamos la realidad para defendernos de ella y no para hacerla familiar.

La ausencia de Dios impone en las relaciones la duda metódica, duda que se convierte en el paradigma del actuar. Ya no nos movemos con libertad, sino con cuidado, pues antes de entregar mucho hay que estar seguro del otro. Nos movemos por la desconfianza…

 La gran novedad que Cristo trajo, no es la ley, las bienaventuranzas, el mandamiento nuevo, ¡no! Eso está contenido también en otras religiones y creencias. La gran novedad es que no hay Dios, la gran novedad es que Él no nos enseña un Dios, sino un Padre y hablar de Padre no es hablar de masculinidad sino de filiación.

Jesús tenía un Padre, su existencia estaba sostenida en él y sabía, al mismo tiempo, que la existencia de todo y todos se sostenía en él. Se comprendía así mismo como hermano de todo y de todos. No podía vivir con desafíos, desconfianzas o dudas. Por eso no dejó de elegir a Pedro el mentiroso, a Judas el traidor. Por eso no tuvo miedo a la muerte y nadie le arrebató su vida, sino que la entrega, porque su vida estaba sostenida en el Padre y sabía que no le abandonaría. Porque no es como los dioses que miran de lo alto, que observan desde lejos, sino un Padre que abraza, socorre y acompaña. 

 El sábado santo nos plantea la duda:

 ¿Creo verdaderamente en el Dios de Jesucristo?

¿Creo que no tengo un Dios, sino un Padre por el cual me hago hermano de todos y todas?

¿Dejo que el desafío gobierne mi existencia y la inunde del sábado o tengo siempre presente la filiación, la hermandad y el domingo que no defrauda?

El Sábado es un día necesario. Nos invita a cuestionar y purificar nuestra razón de creer, nos impone el silencio de Dios y su muerte y está bien que muera, y bien muerto, para que el domingo nos traiga un Padre.

¡Nadie llega al Padre, sino por el hijo!

Todo lo que hemos vivido es al Hijo intentando llenarnos de Dios al Padre. Un camino necesario.