*Por: P. Roberto Díaz SVD

“El que preste en este día pasará por inocente…” Tradicionalmente el 28 de diciembre es un día en que se hacen bromas para embaucar a alguien, y si cae en la trampa, se lo tilda de “inocente”, como sinónimo de tonto. Tal vez sea una forma popular que ayuda a enfrentar la violencia repugnante que está en el trasfondo de esta fiesta.

La fiesta de hoy recuerda la cruel matanza de los niños menores de dos años que vivían en el pueblo de Belén, y que ordenó Herodes, según narra el evangelio de Mateo (2, 16-18). Se la llama fiesta de los “Santos Inocentes”, a mi juicio correctamente, pues “inocente”, según el diccionario, es aquel que está libre de culpa, ya que no hace daño, no es nocivo. Las Bienaventuranzas de Jesús alabarán, en este mismo sentido, a aquellos que son mansos o humildes, pacíficos.

Por tanto Inocentes son, especialmente aquellas personas que, por su opción o condición, no hacen daño a otros, ni están en situación de hacerlo, ni pueden defenderse: los niños, los ancianos, personas con capacidades diferentes (con síndrome de Down, autistas, con limitaciones físicas o psíquicas, etc.), muchas veces mujeres y personas en situaciones vulnerables (migrantes, indígenas, afrodescendientes). Y ejercer cualquier tipo de fuerza sobre tales personas deja en evidencia la injusticia de esa violencia brutal, injustificable, y que debería avergonzar a quien la realiza, como quien se degrada a realizar un acto inhumano.

Pero ¿qué puede motivar a un individuo, o a un grupo, a actuar así, fuera de toda norma humana?

La historia nos muestra que una de las principales motivaciones es el temor. Temor a perder el poder, como en el caso de Herodes, o a perder los privilegios que dan la riqueza, la fama, la fuerza. Otra motivación es resultado de la primera, la cobardía para enfrentar los desafíos con altura humana. También el odio y los deseos de venganza son alicientes fuertes, que deben ser sustentados teóricamente por una ideología que lo justifique.

La ideología Nazi es un buen ejemplo de lo anterior. Según Adolfo Hitler, «la guerra era el mejor momento para eliminar a los enfermos incurables». Muchos no querían aceptar que había personas que no cuadraban con su concepto de una «raza superior». Las personas con discapacidades físicas y mentales eran vistas como «inútiles», un lastre económico para la sociedad, una amenaza para la supuesta pureza genética aria y, en última instancia, no merecían la vida. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, las personas que sufrían retrasos mentales, discapacidades físicas o enfermedades mentales eran perseguidas para asesinarlas en el marco de lo que los nazis llamaban programa «T-4» o de «eutanasia». Los pacientes condenados eran transferidos a seis instituciones de Alemania y Austria, donde eran asesinados en cámaras de gas construidas especialmente para ese fin. Los bebés y los niños pequeños que tenían discapacidades también eran asesinados mediante una dosis letal de drogas o por inanición. Los cuerpos de las víctimas eran quemados en grandes crematorios. Unas 200.000 personas discapacitadas fueron asesinadas entre 1940 y 1945.

Esta ideología se arrogó, por la fuerza de las armas, el rol de Dios, asignando quien puede vivir y quien debe morir. ¡Nuevos inocentes!

Es cierto, hubo ahorro de recursos, de espacio, de alimentos, pero a qué costo: al costo de la deshumanización que corrompe al individuo y a la sociedad. ¡Demasiado caro!

En este mismo sentido el papa Francisco ha hablado en el contexto de nuestra sociedad occidental actual, previniendo frente a la sociedad del descarte: “una cultura de exclusión a todo aquel y aquello que no esté en capacidad de producir según los términos que el liberalismo económico exagerado ha instaurado (…) Todo lo que no entra en este concepto es “descartable” como residuo (ancianos, no nacidos, desempleados, indígenas, pobres, discapacitados). El fin justifica los medios”. 

Estos muchos “inocentes” modernos, dejan en evidencia las injusticias e incongruencias de nuestra sociedad liberal. Una sociedad que se fundamenta sobre bases tan frágiles, ya que no tiene en cuenta valores humanos fundamentales, se arriesga a derrumbarse irremediablemente.

Lo que la iglesia propone, por el contrario, es construir una cultura del Encuentro, donde logremos abrir nuestras mentes al proceso de recuperar la capacidad de incluir, de dialogar y de construir o generar una sociedad integrada y reconciliada. Promover una cultura que sepa respetar y acoger al otro, no por beneficio propio, sino por el reconocimiento de su propia dignidad y valor como persona. Sólo «la cultura del encuentro», es «capaz de hacer caer todos los muros, que todavía dividen el mundo» y construir puentes de contacto entre toda la humanidad.

En su memorable discurso en el Congreso de Estados Unidos, el Papa Francisco dio valiosas pautas para la Cultura del Encuentro: «… Combatir la violencia perpetrada en nombre de una religión, ideología o un sistema económico. Nuestros esfuerzos deben estar orientados a mantener la esperanza y trabajar por la dignidad e igualdad de las personas, por la justicia, el respeto, y la paz. Nos pide tener el coraje de usar nuestra inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que abundan hoy… Aprender a relacionarnos con los otros, saliendo de la lógica de la rivalidad y la enemistad para entrar en la lógica del respeto y la tolerancia, de la solidaridad humana y la fraternidad cristiana, dando en todo momento y circunstancia, lo mejor de nosotros…». Una sociedad donde los “Inocentes” tengan espacio y lugar privilegiado.

*Sobre el autor:

El P. Roberto Díaz Castro SVD es el encargado de Comunicaciones de la Provincia y también acompaña pastoralmente, como capellán, al Colegio del Verbo Divino de Las Condes.

Fue formador en el Juniorado Panam y ha servido en diversas parroquias verbitas, entre ellas, en Osorno, Rancagua, Quepe y Puerto Domínguez.