*Por: P. Roberto Díaz SVD

Él arrancará sobre esta montaña el velo que cubre a todos los pueblos, el paño tendido sobre todas las naciones. Destruirá la muerte para siempre; el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros…” (Isaías 25, 7-8)

El tiempo litúrgico de Adviento es muy hermoso, pero en Chile pasa muchas veces inadvertido, eclipsado por el frenesí de las actividades del fin de año: graduaciones escolares, compras, festejos, etc. A eso debemos agregar la incierta situación que, desde hace dos años, estamos viviendo con la pandemia del COVID 19; además este año estamos en medio de una campaña electoral muy polarizada, y de un inédito proceso para formular una nueva Constitución de todos los habitantes de nuestra patria.

El panorama aparece nublado de incertidumbre y pesimismo, encubriendo cualquier atisbo de esperanza fundada, no sólo en un voluntarismo vacío.

Entonces, ¿cómo podemos fundamentar una esperanza creyente que no parezca una quimera?

Al inicio del Adviento el profeta Isaías anuncia que Dios quitará el velo, el paño que cubre a las naciones. Y a continuación anuncia el fin de la muerte y de las lágrimas. Este texto es el más antiguo del Antiguo Testamento que habla de la destrucción de la muerte, lo que con mayor claridad será presentado en el Nuevo Testamento: “La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?” (1Cor 15, 54). También el Apocalipsis anticipa que al final de los tiempos todas las lágrimas serán secadas (Apoc 7, 17; 21, 4).

Por lo tanto, el Adviento nos incita a redescubrir nuestra fe en la ETERNIDAD, como fuente de viva esperanza.

El Padre Rainiero Cantalamessa, en sus “Predicaciones de Adviento” del año pasado decía: “Debemos redescubrir la fe en un más allá de la vida. Esta es una de las grandes contribuciones que las religiones pueden dar juntas al esfuerzo de crear un mundo mejor y más fraterno. Nos hace entender que todos somos compañeros de viaje en camino hacia una patria común donde no hay distinciones de raza o nación. Tenemos en común no sólo el camino, sino también la meta”.

Es cierto que nuestro mundo secularizado, por diversos motivos, ha eliminado el “horizonte de la eternidad” de nuestra vida cotidiana. Esto ha hecho mella también en la fe de los creyentes, que se ha vuelto tímida o insegura.

La consecuencia de esta ausencia es un frenesí por vivir placenteramente, especialmente en la “sociedad del bienestar, del disfrute y del descarte”, incluso a expensas de los demás y de la creación como “Casa Común”.

Sin embargo, desde los inicios de la misión de los Apóstoles, este fue el núcleo de su anuncio, que impactó en el mundo antiguo: ¡Jesús resucitó! En esta experiencia se encuentran la fe y el deseo más profundo del ser humano: somos seres finitos, pero capaces de infinito. El que el Verbo encarnado se haya hecho parte indeleble de nuestro caminar en la historia, es fuente de nuestra esperanza y acicate de toda misión, que es servicio al mundo.

Pero, esto no es sólo motivo para hablar a otros. Una fe renovada en la eternidad nos ayuda en nuestro propio camino de santificación, que es vida en el Espíritu de Jesús. Nos hace más libres y menos apegados a aquello que no permanece.

En la liturgia pedimos a menudo esto: “Oh Dios, que unes a tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos”.

Además, la perspectiva de la eternidad nos ayuda a enfrentar con mayor valentía el sufrimiento y las dificultades: “¡Qué es esto frente a la eternidad!” (San Bernardo).

En la historia ha habido corrientes, que, como el marxismo, han criticado a la religión, que se evadiría del compromiso terreno, esperando un premio en el más allá. Pero la fe en la eternidad bien asumida, más bien libera al ser humano para comprometerse con el Reino de Dios, con todo lo que es verdaderamente humano, y con el cuidado de la casa común, que es la creación.

Fue la iglesia, por ejemplo, la primera que, por medio de los monjes, hombres motivados desde su fe en la vida eterna, promovieron la salud y la cultura en los albores de la civilización occidental.

Adviento, por tanto, puede ayudarnos a renovar la fe en la eternidad con su poder liberador, como lo ha expresado el papa Francisco en una catequesis sobre la oración y los salmos: “La referencia al absoluto y al trascendente es lo que nos hace plenamente humanos, es el límite que nos salva de nosotros mismos, impidiendo que nos abalancemos sobre esta vida de forma rapaz y voraz” (21.10.2020).

Adviento puede desvelar de nueva manera, nuestra fe en la vida eterna, que paradojalmente, nos alienta al compromiso por un mundo mejor.

Adviento nos puede dar nuevos impulsos para dar razón, cada vez más creíble, de nuestra esperanza (1Pe 3, 15).

*Sobre el autor:

El P. Roberto Díaz Castro SVD es el encargado de Comunicaciones de la Provincia y también acompaña pastoralmente, como capellán, al Colegio del Verbo Divino de Las Condes.

Fue formador en el Juniorado Panam y ha servido en diversas parroquias verbitas, entre ellas, en Osorno, Rancagua, Quepe y Puerto Domínguez.