*Por: P. Luis M. Rodríguez SVD

Benito nació el año 480.  Setenta años antes el mundo occidental había vivido una tragedia inimaginable: el caudillo visigodo Alarico había  ocupado y saqueado la ciudad de Roma durante el gobierno del último de los emperadores de Occidente, Honorio, hijo de Teodosio el Grande.

El Imperio Romano empezaba a disgregarse después de haber ofrecido al mundo durante 1100 años un brillante ejemplo de civilización, de organización ejemplar y  eficiente y de opulencia no soñada. Benito no nació en Roma sino que en Nursia, un próspero poblado a 170 kilómetros al Nor-Este que hoy aparece en los mapas como “Norcia”. Su familia gozaba de buena situación lo que le permitió a su hijo iniciar estudios en Roma para Leyes y Retórica.

A pesar de la situación crítica de los tiempos, Roma ofrecía a un joven de situación la perspectiva de una vida fácil y disoluta. Benito reaccionó a tiempo ante esta perspectiva y prefirió buscar otro camino. Con 17 años abandonó el estudio.

Motivado por la lectura de San Pablo y de algunos monjes anacoretas griegos que en el Oriente practicaban una vida retirada dedicada a la oración y a una vida austera se acercó a un grupo de orientación semejante. Todo anduvo bien hasta que sucedió un incidente doméstico que podría ser el primer milagro que se cuenta de él y lo indujo a abandonar ese grupo y seguir un camino solo y desconectado de toda convivencia. Lo alimentaba con un escaso aporte un solitario de nombre Romano. Su refugio eran las ruinas de una antigua villa de Nerón en la región montañosa. Allí lo descubrió un sacerdote de la zona que al tiempo de Semana Santa le llevó el saludo del “Aleluya”.

 Esto le despertó el deseo de intentar de nuevo volver a una comunidad eclesial y aceptó la invitación de los monjes de Vicovaro que sufrían de una cierta desorientación en su camino. Después de un tiempo a esos monjes se les hizo muy duro el programa de renovación por el que Benito se esforzaba por llevarlos, al punto de intentar uno de ellos darle muerte ofreciéndole una copa de vino envenenado. Benito la bendijo y la copa reventó; el mensaje era muy claro y Benito se apartó de ellos y volvió a vivir en soledad, esta vez en una cueva en un risco casi inaccesible en un lugar llamado Subiaco, a 70 kilómetros de Roma.

Vivió así durante tres años hasta que lo descubrieron algunos y empezaron a llegarle visitantes que se las arreglaron para encontrar donde quedarse entre el roquerío, alrededor de un verdadero nido de águilas. Llegó gente de todo orden: de la nobleza romana hasta simples campesinos y Benito fue creando pequeños monasterios con no más de 12 monjes cada uno.

 La experiencia que Benito había ido ganando con la práctica de búsqueda libre de ermitaños aislados igual que con grupos con compromisos poco definidos lo llevó a crear su propio enfoque de monasterios con una regla muy equilibrada que los llevó a un hermoso florecimiento. Pero de nuevo apareció el demonio de la envidia, esta vez en un sacerdote del sector de nombre Florentino que tuvo     muy a mal la gran atracción que despertaban los nuevos monjes en la población circundante.

Intentó estorbar la vida de  los que buscaban un camino de acercamiento a Dios recurriendo incluso hasta atraer desde Roma mujeres de mala vida, llegando finalmente a atentar contra la vida de Benito ofreciéndole pan envenenado. Benito no estuvo dispuesto a continuar esta guerra y decidió retirarse con su ciento de seguidores a otro lugar. Así fue como llegó a la colina de Monte Cassino, entre Roma y Nápoles donde surgió la gran abadía que fue foco del desarrollo del monaquismo en Europa occidental. Subiaco siguió existiendo como un nido de origen y hasta hoy se visita con gran veneración.

El nuevo monasterio experimentó un rápido crecimiento y consolidó un estilo de vida reglamentado por una Regla que recogía las experiencias de Benito, evitando justamente las falencias que él había conocido por experiencia propia. Tiene lo más sano de la tradición jurídica romana que evita caminos extremos de austeridad o relajación y se ajusta a un ritmo que combina armónicamente la oración y el trabajo manual. El monasterio es una pequeña ciudad que se autoabastece con el trabajo de monjes que ingresan haciendo la promesa de permanecer allí toda la vida.

Los países del ámbito del Mediterráneo ostentaban gran desarrollo y prosperidad basados en el trabajo de millones de esclavos. La comunidad benedictina se construye con el trabajo de sus integrantes que llegan libremente y que si no les gusta se pueden retirar con la misma libertad pero se han sometido a la autoridad de uno que tiene el carácter de Padre. Esto también es un fuerte contraste con los caudillos que encabezaban los distintos grupos de bárbaros que fueron invadiendo el ámbito del Imperio Romano en descomposición. El trabajo y la  oración son la manera de servir a Dios (= opus Dei). La Regla dice: “En primer lugar, cuando emprendas cualquier obra  buena, pídele al Señor fervientemente que puedas llevarla a cabo felizmente para que así, ya que el Señor se ha dignado contarnos como hijos suyos, que nunca seamos nosotros causa de tristeza para El debido a alguna acción nuestra.”  (Prólogo de la Regla, n°4). Esta “ética del trabajo” pasó a ser buena parte de la herencia que los pueblos del Norte de Europa absorbieron por la labor evangelizadora de los monjes.

En Montecassino  había restos de un templo de Júpiter y también otro santuario pagano en ruinas donde Benito puso una capilla para todo público. Esa labor evangelizadora fue una conducta constante,  junto con la disposición de apertura hacia una sociedad que se estaba reestructurando desde las bases. La tradición escolar se afirma por los hijos de padres que los confiaban a los monjes y algunos resultaban después miembros connotados de la comunidad, como es el caso de los Santos Plácido y Mauro, hijos de dos patricios romanos.

Benito falleció en Montecassino el 21 de Marzo de 547, a los 67 años, pero su Regla y su estilo dieron un sello indeleble a toda la tradición monástica y aun a la Vida Religiosa en general hasta nuestros días. Con el correr de los siglos han brotado adaptaciones no siempre felices, pero el Concilio Vaticano II nuevamente la reclama como fuente de renovación.,  

  Muchos de  los detalles de la vida de San Benito se los debemos a uno de los más ilustres de sus monjes, el Papa San Gregorio Magno, que escribió cincuenta años después de la muerte de Benito.